UN CAFÉ
FRENTE
AL ENEMIGO
GUERRA
DEL PACIFICO 1879-1884
El 12 de enero de 1881 el
Ejército Peruano, que había organizado el Dictador, Generalísimo y Protector
don Nicolás de Piérola, ocupaba las formidables y al parecer inexpugnables
posiciones de Chorrillos, cuyo flanco derecho se apoyaba en el famoso Morro
Solar, a cuya base, inabordable por el lado del mar, iban a morir las
tranquilas y azuladas olas del Pacífico.
Todas las alturas, desde el
mencionado Morro hasta la cerrillada de San Juan, estaban no solo erizadas de
cañones, sino también sembradas de minas explosivas y cruzadas de fosos.
Sobre estas alturas y detrás de
los fosos, trincheras de sacos de arena, minas y demás elementos defensivos,
permaneció agazapado y con el ojo avizor y el oído aguzado para percibir cualquier
ruido sospechoso, el ejército que el Dictador había aglomerado en número de
20.000 hombres dispuestos resueltamente a defender hasta la muerte la orgullosa
y opulenta capital limeña del empuje de los chilenos que, en número inferior,
habían acampado al pie de tan formidables defensas en la tarde de ese día, para
atacar y rendir al amanecer del día del 13 de enero. El Napoleón peruano, antes
de abandonar Lima, había jurado, a la usanza de los romanos, vencer o perecer
en la demanda.
Mientras tanto el ejército
chileno había aprovechado las sombras de la noche para desplegar sus efectivos
con arreglo al plan que había acordado y resuelto su Estado Mayor.
El Regimiento de Caballería “Carabineros
de Yungay”, al mando del Coronel don Manuel Bulnes Pinto, había recibido
órdenes para pernoctar en el costado derecho de nuestra línea, protegido de la
vista y de la ofensiva enemiga, por un alto barranco cortado a pique y de ahí,
en una espaciosa hondonada arenosa, había echado pie a tierra a las doce de la
noche y con la brida atada al brazo, los jefes, oficiales y soldados.
Luego se tendieron sobre la húmeda
arena para descansar algunas horas y reparar las fuerzas que iban a ser tan
necesarias al amanecer, momento fijado para el ataque.
Entre los jóvenes oficiales del
Regimiento se distinguía uno de ellos por su carácter festivo y bromista, a la
vez que sereno y disciplinado en los actos de servicio, el Teniente don Manuel
Fornés, cuyo único defecto físico consistía en que tartamudeaba más de lo
necesario a consecuencia de un susto que, según él decía, lo había hecho pasar
un perro bravo en su adolescencia.
En la histórica noche en que nos
referimos, el teniente Fornés, como todo el Regimiento, se había acomodado un
confortable lecho en la arena, para lo cual su asistente que era todo un “peine”,
el rey de los asistentes, como lo llamaban todos, le había acomodado con su
sable una verdadera sepultura, en la que se acomodó el oficial tal como si se
encontrara en el más mullido lecho de su lejana tierra. De ahí a dormirse y
roncar fue cuestión de minutos.
Para la seguridad del ejército y
para no denunciar al enemigo los movimientos y la presencia exacta de nuestros
soldados, el General en Jefe don Manuel Baquedano, había hecho saber en la
orden del día a todo el ejército, que era estrictamente prohibido fumar, hablar
fuerte y hacer ruidos innecesarios, que pudieran ubicar nuestros batallones,
que en tal caso se expondrían a ser ventajosamente cañoneados por las baterías
peruanas.
Y era tan estricto en exigir el cumplimiento de sus órdenes el General
Baquedano, que conminaba con ser pasado por las armas al soldado u oficial que
no respetara lo ordenado.
A las dos de la madrugada, todo
el ejército chileno ocupaba las posiciones que se le habían señalado y las
tropas reposaban en el más absoluto silencio, a tal extremo, que nadie se habría
figurado que al pie de aquellas formidables alturas acampasen cerca de 14.000
soldados, con caballería y artillería, listos para emprender al alba una de las
más sangrientas y terribles batallas de aquella larga guerra.
El Teniente Fornés dormía cuando
sintió que alguien le tiraba de una pierna, al mismo tiempo que oyó la voz de
su fiel asistente que le decía muy quedo; Mi Teniente, ya está el café listo!
Oír esto y ponerse en pie,
echando mano de su sable, fue todo uno, pues se le vino en el acto a la memoria
la orden que no se podía fumar ni mucho menos prender fuego, bajo pena de la
vida.
_ ¡Qué dices desgraciado!_ gruñó
Fornés encolerizado_ ¿has prendido fuego para hacer café?
_ Si, mi teniente --contestó el
leal servidor—pero hemos hecho un fuego
subterráneo, a lo minero…
Replicó el Teniente, --¿no sabes
que hay orden de fusilar al que infrinja la orden del General?
--Sí, mi Teniente, pero la cosa ha
sido tan bien hecha, que ni el General ni nadie, fuera de usted y otros
asistentes, lo llegarán a saber nunca.
Acompáñeme, mi Teniente y se convencerá de que no hay peligro y en cambio se servirá
usted una buena cachucha de rico café hirviendo, de legítimo poroto.
El Teniente Fornés estaba a todo
esto medio yerto y mojado desde la coronilla hasta los talones de la famosa “camanchaca”, que es una
niebla espesa y húmeda, capaz de trasminar de frío a una osa polar. Pensó que
era su deber averiguar cómo se habían atrevido a infringir las terribles órdenes
superiores aquellos desalmados asistentes, a los cuales era necesario castigar
ejemplarmente después de la próxima
batalla, si es que el plomo enemigo no les evitaba tal afrenta.
A gatas, el asistente y el
oficial, llegaron en pocos minutos al borde de la quebrada, donde el cerro formaba un murallón de tierra
cortada a pique. Con gran asombro el oficial vio que a modo de labor minera, se
internaban en la tierra unos tres o cuatro metros, en forma de zigzag. En el
fondo de aquel endiablado dédalo, habían encendido una regular hoguera, sobre
tres piedras, hervía y humeaba un tacho, del que se escapaban los agradables e
incitantes vaporcillos del café, que aunque fuera de porotos, en esos instantes
podía confundirse con de un legítimo Moka, o con el no menos aromático de las
sierras bolivianas de Caravalla.
Ante tan espléndido y no soñado “panorama”
y el tufo del cafecillo aquel dio al traste con la disciplina y con el ukase
mortal del señor General en Jefe.
Dos cachuchas de café, rociado
con un tanto de pisco de Ica, cuya provisión no descuidaban aquellos asistentes
tan alentados, contribuyeron a borrar de la cabeza del Teniente los negros
propósitos de castigos ejemplares que había proyectado, como justa y dolorosa
medida disciplinaria.
Pero el Teniente era demasiado
buen camarada para dejar sin participación a su alentado Capitán, que lo era el
valiente y esforzado don Juan Ramón Terán, oficial que tenía fama de ser tan
terrible sableador en la batalla como estricto observante de la disciplina y
pensando que aún había raciones de café, mandó en comisión a su asistente para
citar al Capitán a la escondida cueva. Al poco rato y a gatas, como el
Teniente, hizo su entrada en ella el terrible Capitán, que al ver la hoguera y
el café y al recordar la orden del General, principió por echar contra el
Teniente y los soldados que se habían atrevido a infringir las órdenes, el más
tremendo y cargado “café”, de que se tenía memoria en los anales del
disciplinado Regimiento “Carabineros de Yungay”.
--Mi Teniente Fornés! –rugió el
Capitán—es usted responsable de esta falta a las órdenes superiores y mañana,
después de la batalla, se presentará arrestado en banderas para responder de
esta falta.
--A la orden, mi Capi… Capi… Capitán,
contestó el Teniente, sorbiendo su tercera y última cachucha de café, pero esto
no qui… quita que… que usted se sirva un
tra… tra… traguito de café para desentumir el frío, que yo mañana haré lo
posible pa… pa… para no darle trabajo al Con… Con… Consejo de Guerra.
Y de ahí que el bravo y terrible
Capitán Terán, famoso por su estrictez, al sentir el tufillo de aquel
endiablado brebaje y el vaho del excelente piscolabio que le llegaba tentador y
aromatizado, cayó también en la tentación de probarlo y una tras otra se sorbió
dos de aquellas tentadoras cachuchas, al terminarlas y limpiarse el frondoso
mostacho, que en aquellos tiempos constituía el marcial adorno de los
militares, se acordó a su turno de que su mayor, que lo era don Manuel R.
Barahona, podía quizás compartir con ellos la responsabilidad de aquel
flagrante pecado militar y un nuevo asistente partió también a gatas y en
comisión para convocar al señor Mayor del heroico Regimiento, a la cueva
misteriosa, en donde se había dado al traste con las órdenes del ilustre
General en Jefe, don Manuel Baquedano.
Así como habían llegado el
Teniente y el Capitán, hizo su entrada en la cueva a gatas y con el sable a la
rastra, el Mayor don Manuel Barahona.
Si grande y justificada fue la
indignación del Capitán, el estallido de enojo del Mayor fue como la erupción
de un volcán y conminó a esos subalternos que así, con tanta audacia como cinismo,
se permitían agravar su falta, invitándolo a él, al tercer jefe del Cuerpo, a
coopera en tamaño delito.
Pero el tufillo aquel y las caras
de santos mocarros que habían adoptado los delincuentes, influyeron de tal modo
en el espíritu del Mayor, que mandando a los cien mil de a caballo, la dignidad
de su rango, cayó también en la tentación y se tomó una buena cachucha de café.
Lo mismo que el Teniente y al
Capitán, se le ocurrió que el 2° jefe, el Teniente Coronel Graduado don José
Miguel Alcérreca, bien merecía también ser pasado por las armas por aquel
delito que, con ser tan grave, tenía la cualidad de calentar el cuerpo y
confortar el espíritu.
Ahora fue el turno del Teniente Fornés quien recibió el encargo de ir
donde el bravo Alcérreca, que embozado en su amplia capa de caballería se
paseaba a grandes pasos, tratando de desentumecer sus miembros ateridos por la
terrible camanchaca.
Más… el bravo Fornés perdió el
valor al recordar que el 2° jefe de los Carabineros, era aquel soldado, que ha
semejanza de los mariscales de Napoleón, no entendía de que alguien pudiera
llegar a cometer una falta contra la disciplina y el honor militar y en cuatro
patas y como el criminal que rodea y acecha a la víctima, llegó a pocos metros
de donde se paseaba el Comandante, se le atrofiaron las piernas, le flaqueó el
corazón y dando un rodeo más que prudente, iba a emprender una vergonzosa
retirada cuando el Comandante lo alcanzó a percibir, desenvainó el sable no
poca fue la sorpresa al encontrarse con el Teniente don Manuel Fornés, de la 1°
compañía del segundo escuadrón, que trataba de escabullir el cuerpo.
--¿Qué significa esto, Teniente
Fornés?, preguntó el Comandante Alcérreca al oficial, que fiel al respeto y a la
disciplina se había puesto en dos pies, ¿no sabe usted que está estrictamente
prohibido que los oficiales se separen por ningún motivo de sus Compañías?
Contestó el Teniente, --Es, es,
es, que mi Coman…Comandante que, que, yo venía pa… pa…para ofrecerle una, una
tacita de ca… ca…café, mi Co… Co… Coman…dante…
--¡Usted debe estar loco o
soñando, mi Teniente; váyase a dormir y déjese de tacitas de café, mañana
después de la batalla se presenta arrestado en el cuerpo de guardia!
--Co… co…conforme mi Coman…Coman…
dante…, seguramente yo, yo, es… es… estaba soñando.
El Teniente Fornés se fue
renegando de haber tenido la peregrina idea de ofrecerle al Comandante una taza
de café con excelente pisco, cuando la orden del día había prohibido hasta
fumar a los 14.000 hombres que formaban el glorioso Ejército de Chile.
Y he ahí como el 2° Comandante y
también el Coronel don Manuel Bulnes no
disfrutaron el haber calentado el cuerpo
con aquel famoso café clandestino horas antes de la memorable Batalla de
Chorrillos.
Aquel día 13 de enero de 1881, el
Capitán don Juan Ramón Terán Ruiz,
nacido en Nacimiento, entregaría
heroicamente su vida combatiendo por nuestra Patria. Había participado en el
Combate de Buenavista el 18 de abril de 1880, en la Batalla de Tacna el 26 de
mayo de 1880, en el Asalto y Toma de Arica el 7 de junio de 1880 y finalmente
en la Batalla de Chorrillos el 13 de enero de 1881.
Parte de Guerra del Coronel Bulnes: “Este
resultado ventajoso para las armas de la Patria, no se obtuvo sin que tuviéramos
que lamentar algunas dolorosas y sensibles pérdidas, entre ellas las del bravo
y valiente Capitán Terán y otros individuos de tropa, que pagaron noblemente su
tributo de amor a la patria y a la gloria de su bandera”
Lima, 20 de enero de 1881.
Libro: Crónicas de Guerra,
Relatos de un Ex Combatiente de la Guerra del Pacífico y la Revolución de 1891
del Mayor de Ejército don J. Arturo Olid, tripulante de la Covadonga.
Parte de Guerra: Coronel don
Manuel Bulnes Pinto, del Regimiento Carabineros de Yungay.
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